lunes, 27 de abril de 2015

De la novela Periodista Incómodo (compendio: Avionazo en Baturi, Los Carrola´s y Conspiración para matar a Edith)



Tortura Fatal


El domingo 3 de diciembre (de 1989), los madrinas bajo las órdenes del sobrino de los Carrola sacaron uno a uno a los detenidos al patio trasero de esas celdas clandestinas. En primer lugar sacaron al duro sinaloense Martín Atondo. Lo subieron a la tablita con los ojos vendados, luego a la cama para de ahí pasarlo al pozo y, por último, ponerle la chicharra eléctrica en los testículos. Para regresarlo a las celdas le metieron la punta de la manguera por la boca y, tapándole la nariz, le abrieron a la llave hasta causarle el desmayo a punto del ahogamiento.

— ¿No quedó nada de anoche? —preguntó el federal consentido—. Ando muy crudo.

            Como si la pregunta hubiera sido una orden, los madrinas inmediatamente trajeron una botella de whisky con el servicio completo: vasos, agua mineral, hielo, papas fritas, cacahuates y una bolsita de plástico con un gramo de cocaína.

            — ¿No trajeron chile? —preguntó al federal a cargo—. Al siguiente le metemos tehuacán con chile- —añadió.

            Le tocó al profesor Ricardo Osuna Amador probar el tehuacán con picante mientras que el sobrino de los Carrola bebía un vaso de whisky con la espumosa soda.

— ¡Ahhh! —Exhaló— ¡Bruuurrr! —Eructó escandalosamente— Qué chulada —agregó con lágrimas en los ojos—... ¡Unchshh! —Hizo ruido con la nariz al meterse una línea de cocaína con la mitad de un popote— Y tú, ¿no quieres? —le preguntó al profesor.

            Con sangre en la boca y nariz, Ricardo atragantó la respuesta. Su mente le había generado lanzarle un escupitajo; pero el miedo le hizo entrar en razones.

—¡¡Ahprdhjkggg!! —el intento por responder causó hilaridad entre los abusivos delincuentes con placa:

            — ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

—Dale tehuacán al pobre —ordenó irónicamente José de Jesús— para que pueda platicar con nosotros. Parece alemán el cabrón.

            — ¡Ja, ja, ja! —Volvieron a reír por la puntada del jefe.

            Ricardo se veía como un vil pordiosero que va sin rumbo hurgando en los botes de basura. Durante la noche anterior le habían robado el sombrero, la camisa, el chaleco, las botas y el cinto pitiado. Había perdido la sonrisa que lo caracterizaba cuando andaba pacheco. El pelo lo traía ensortijado, lustroso por la grasa y el sudor del miedo, los ojos hundidos por el desvelo, los labios hinchados por donde escapaba un líquido baboso, sanguinolento. Presentaba moretones en todo el cuerpo, los dedos de las manos los tenía semiparalizados, los pies llenos de tierra parecida a la mugre negra provocada por el polvo milenario de tanto no barrer. Más que hombre parecía despojo humano. Le metieron la manguera por la boca, le taparon la nariz hasta el desmayo.

Le tocó el turno a René Alonso quien primero sorteó la tablita.

— ¡Camina por aquí, güey! —le dijeron al momento de guiarlo, con los ojos tapados con una camiseta, sobre una tabla sobrepuesta al brocal del pozo a cielo abierto—. ¡Despacio!, te puedes caer al fondo del pozo. —La mente del desgraciado le generó un sinfín de posibilidades cuando le hicieron tocar el vacío con uno de sus pies.

            —¡¡No me suelten!! —gritó despavorido—. Por favor… —rogó al sentir que le retiraban la mano que lo guiaba.

            —No te muevas, no te va a pasar nada, si tú quieres; pero debes darnos los nombres de los mañosos que tengan dinero.

            —No conozco a los mañosos. —contestó convencido René.

            De inmediato le levantaron uno de los extremos de la tabla. René sintió que se le venía el mundo encima. Cayó doblado sobre la tabla; temblaba, sudaba, rogaba que lo levantaran. Los federales reían con sarcasmo.

            — ¡Mátalo! —gritó José de Jesús.

            —¡¡Nooo, agh!! —balbuceó al desmayarse.

            Cuando despertó, tenía encima a uno de los madrinas, metiéndole la manguera por la boca; otro desalmado lo agarró de los cabellos para que inmovilizara la cabeza; José de Jesús le abrió a la llave, gozoso, le tapó la nariz.

—¡¡Nooorfff!! —volvió a gritar antes del segundo desmayo.

            — ¡Valen madre estos pinches paceños! —Señaló el encocainado sobrino—, no aguantan nada. ¡Saquen al chamaco!

Metieron a rastras el cuerpo inerte de René, luego sacaron a Fernando. Este sintió un hormigueo en el estómago al ver que arrastraban a su amigo.

— ¡Qué le hicieron ? —se atrevió a preguntar.

            ¡No la hagas de pedo! —le contestó José de Jesús, descargando una patada en la endeble humanidad del chamaco.

            —¡¡Aghhh!! —se quejó el jovencito. Dobló el frágil cuerpo; pero un jalón de los cabellos lo hizo ponerse erecto.

— ¡Déjenme! —Exigió—, yo sólo me tomé dos cervezas.

            —No seas mamón —le contestó José de Jesús—. ¿A poco crees que te vamos a perdonar? —Le volvió a pegar en el estómago. El joven dobló el cuerpo. Otra patada lo empujó hacia la pared; ahí, el abusivo judicial se ensañó con el indefenso futbolista, lo pateó hasta que sintió que le salió la cruda. Fernando se desvaneció desde antes de que terminara el embravecido criminal. El sobrino consentido ordenó que regresaran al desmayado. A rastras, como los toros en las corridas, metieron al jovencito a las celdas.

Todos o casi todos los detenidos se quejaban en voz baja por los abusos de los judiciales, sobre todo de los madrinas que eran los más crueles con sus terapias sicológicas. Dos celdas repletas de hombres y mujeres eran los bultos que servían de sparring a los encocainados delincuentes con charola de la PGR. Un colombiano y dos gringos completaban las dos docenas de hombres que apenas sí se podían mover en las carracas.

Al día siguiente, ante la presión de los periodistas independientes,  Miguel Ángel ordenó a sus corifeos que citaran a los diferentes medios de comunicación, para el dúa siguiente, a una rueda de prensa donde presentaría a los narcos detenidos en una casa de la calle Sinaloa; pero se cuidó de decir que lo hacía porque Pioquinto López se negó a pagar la cuota que le exigía.

            Miguel Ángel, antes de ser designado jefe federal, se desempeñó como judicial del estado de Chiapas bajo las órdenes del secretario general de gobierno Javier Coello Trejo. Ahí aprendió a practicar el abuso con los indígenas; sembrando, a partir de entonces, el resentimiento de la población que se acuerpó al lado de los seminaristas y maoístas que soñaban con un líder vengador. El subcomandante Marcos, en ese entonces, no soñaba en que sería ese vengador que idealizaron los sometidos del sur del país.

Jesús Ignacio, por su parte, fue jefe del corralón de la ciudad de México donde aprendió las mañas de los robacarros y de los camioneros que transportaban diferentes cargas. Antes, los Carrola habían sido unos simples cuida-puertas en una estación televisiva, donde incubaron sus impotencias en contra de los comunicadores sociales porque los habían tratado como a cualquier animal. El subconsciente les registró la venganza en contra de los periodistas, la venganza que, ahora que la vida les daba una oportunidad que — según ellos— se merecían, descargaban su odio en los representantes de los periódicos, radio y televisión haciéndolos parecer unos miserables muertos de hambre.

            En el consorcio televisivo se enteraron de la relación de Paco Stanley con algunos narcotraficantes que eran protegidos por los políticos en el poder. También se dieron cuenta de que la muerte sospechosa de un hijo del showman (provocada por el hijo de un alto jefe de la empresa), se relacionó, tiempo después, en la ejecución que sufrió el conductor del programa de risas y mensajes de venta. Se guardaron esa evidencia por órdenes superiores.

            La llegada al poder, de Carlos Salinas de Gortari, benefició indirectamente a los Carrola Gutiérrez, ya que su padrino Javier Coello Trejo fue nombrado Subprocurador de narcóticos de la Procuraduría General de la República. A los días, Guillermo González Calderoni, fue nombrado segundo de a bordo del subprocurador; y, al año siguiente, Miguel Ángel fue comisionado con el grado de primer comandante de la Policía Judicial Federal a Baja California Sur en sustitución del también comandante Santiago Barrera Santiago.

            Por problemas internos en la representación de la PGR en BCS, Teódulo Sanmiguel Fuentes, jefe de grupo y encargado de la oficina, hizo entrega de la plaza al nuevo comandante junto con una lista de los mañosos arreglados con la institución. Desde el principio, Miguel Ángel respetó la lista, agregando a ella los nombres de más de 100 personajes que pasaban a dejar la “cuota” a esas oficinas.

La proximidad de las fiestas decembrinas, de ese lunes 4, parecía reflejarse en el rostro del nuevo amante de Rosalba quien cambiaba de un estado de ánimo a otro con suma facilidad.

—Busquen al médico para que inyecte al sinaloense; no quiero que se esté quejando delante de los periodistas, aunque me vale madre… —pero corrigió— No vaya a ser que venga algún mitotero que no esté en la nómina.

            El médico Jesús Baloyes, de origen centroamericano, trabajaba en complicidad con los federales quienes lo proveían de vehículos robados en el extranjero. Por la impunidad de que estaba revestido se llegó a ostentar como efectivo de la federal el día en que robó en forma violenta, junto con un acompañante, dos dijes de oro,  uno en forma oval y otro de una herradura con 59 brillantes y dos puntos que colgaba en una cadena de oro, del piloto aviador José Luis Trejo Yañez cuando este salía del restaurante El Campanario. El cómplice del galeno era El Chilo, integrante de la banda de La puerta de Alcalá que el mismo Miguel Ángel desintegró como un distractor para su seguridad personal.

            El galeno le inyectó dilocaína a Martín Atondo mientras que a Fernando Jordán de la Toba le dio una pastilla después de que se quejó de un fuerte dolor en el estómago. Al filo del mediodía, Omar Yañez y Juan Sandoval le habían dado un par de cachetadas a los tripulantes del Grand Marquis color blanco. Luego de platicar con sus cómplices, el médico se retiró.

—Tengo un compromiso en la noche —le dijo al policía de guardia—, no quiero que me molesten.

Para las 10 de la noche los federales se despidieron del policía municipal comisionado en esas oficinas —A’i lencargamos, poli, nos vamos a meter calor, ¡ja, ja, ja, ja! —se retiraron soltando la carcajada.

            —Buenas noches —alcanzó a decir el guardia Juan Hernández al momento de empezar con su rutina de apagar las luces.

Hora y media más tarde, Fernando sintió náuseas. Vomitó a un lado de sus compañeros que dormitaban pensando en cómo salir de ese problema.

— ¡Órale, güey, vomita en el hoyo! -- exigió uno de los detenidos.

            —Me duele mucho la panza —se excusó el jovencito—, parece que vomité sangre, Hazme el paro.

            ¡Poli!  —Gritó el compañero de celda— ¡Venga, un compa vomitó sangre!

Los demás detenidos se removieron inquietos en sus improvisados camastros. Sabían que en cualquier momento podría ocurrir una desgracia por la brutal paliza que les propinaban.

            — ¡Cómo chingan! —Contestó el guardia—, lo único que quieren es estar chingando. —añadió en voz baja. Prendió un cigarro, enseguida se encaminó hacia donde había dejado un termo con café cargado que su esposa le había preparado para que no se durmiera, se sirvió una taza que sorbió poco a poco mientras consumía el cancerígeno.

            Dos horas después Fernando volvió a vomitar. Un cerillo que salió de quién sabe dónde permitió ver la sangre con un líquido amarillo verdoso.

¡¡¡Poli!!! —gritó con un vozarrón, el profesor—. ‘Ora’ sí la chingaron. ¡Venga pronto!

            El policía se acercó a las celdas. Con el haz de la lámpara vio la sanguaza.

En la madre —dijo sin ánimo—, le voy a hablar al médico. —Acto seguido, se alejó.

            — ¡Te dije que no me molestaras! —le contestó, molesto, el médico.

            —Pero, señor... está vomitando algo de sangre y los demás ya empezaron a chingar porque vomita cerca de ellos.

            —Dale un balde para que vomite ahí, En la mañana lo voy a checar.

            —Pero, señor... —intentó insistir Juan Hernández

            — ¡Déjame en paz, qué chingados! – respondió Baloyes.

            —Buenas noches, señor —Colgó sin esperar respuesta.

El policía municipal acercó un balde color verde a los detenidos, estos se lo pasaron a Fernando que ya estaba en un rincón, como un animalito asustado. Por la oscuridad, no le vieron que tenía el cuerpo lleno de vómito que se dejaba deslizar para no molestar a los que su mente le generaba que eran unos peligrosos delincuentes. Los minutos transcurrían lentamente, el vómito retenido en la garganta amenazaba con salir, lo aguantó lo más que pudo. Media hora después, por la nariz empezó a evacuar un líquido enchiloso, enseguida vomitó, esta vez fue más viscoso, más rojo, casi pura sangre. Le pareció que el reloj se había detenido, le rogó a Dios que amaneciera. Los otros detenidos, al escuchar la evacuación, se removieron nerviosos, no dormían al escuchar los lastimosos quejidos del jovencito. Fernando se fue desvaneciendo lentamente, aguantando el dolor… dejó de existir. Uno de los detenidos notó que Fernando ya no se movía, eran las 04:45 horas de la madrugada del martes 5 de diciembre de 1989; movió al profesor que parecía que era al que más caso hacían.

—Profe, levántese, el chavalo se quedó dormido con la cabeza de lado, se va a lastimar el cuello. —le dijo en voz baja.

            Ricardo se levantó, luego empujó suavemente a su recién conocido.

— ¡Compa!, no se duerma, ya está amaneciendo —Notó fría la piel, lo quiso mover pero la rigidez del cuerpo le generó que estaba muerto—. ¡Poli!, ayúdeme, se murió el chavalo.  —Los demás detenidos se pusieron de pie; nerviosos, empezaron a vociferar entre dientes.

            Presuroso, el policía de guardia llegó hasta la reja, prendió la luz del pasillo; la posición rígida del cuerpo no le dejó ninguna duda de que le decían la verdad. Se retiró para hablar por teléfono con Jesús Ignacio.

            — ¡¿Qué?! —contestó sorprendido.

            —Se murió uno de los chavalos del Grand Marquis —repitió el guardia.

            Pinche Pepechuy, ya nos metió en una bronca, le dije que no se le fuera a pasar la mano —recompuso su voz—. ¡Ahorita voy!, no dejen entrar a nadie. —Colgó. Inmediatamente le habló a su hermano.

A las 05:30 hora, los vecinos de las oficinas de la PGR se alarmaron al ver tanto federal.

            — ¡Calmados! —Les exigió Miguel Ángel a sus agentes—, tenemos que llevar al chavalo al hospital ¿Dónde está el médico? —preguntó por su cómplice.

            —Ahí viene —respondió el policía de guardia.

            El bullicio de los curiosos que creían que habían detenido a otra banda de narcotraficantes alertó aún más a los federales.

—Este pinche viejo de al lado se levanta muy temprano a barrer —dijo Jesús Ignacio—, esos cabrones de enfrente entran y salen a cada rato. ¡Háblenles por radio a los demás que no se vengan a las oficinas, esto se está llenando de mucha gente! —añadió desesperado.

            —Hay que sacar al chavalo en el refrigerador que está atrás. —sugirió uno de los madrinas.

            — ¡No! —Intervino otro—, hay que sacarlo envuelto en una cobija.

            El médico sacó de las celdas el cuerpo del jovencito, depositándolo en el patio trasero, sobre la tabla que servía de puente en el brocal del pozo donde torturaban a los detenidos. En su desesperación, otro federal intentó introducirle unas pastillas al cadáver para que la necropsia revelara otra causa de muerte. Se las dejó en la garganta creyendo que se disolverían.

            — ¿Qué sugieres? —le preguntó Miguel Ángel al médico.

            —…Ni  modo, hay  que  llevarlo  al  hospital  Salvatierra. Nos ponemos de acuerdo con el director y que diga que murió ahí

            — ¡Esperen! —terció Jesús Ignacio—. Escóndanlo en el refrigerador; no tardan en llegar los pinches periodistas. —Parecía que los minutos ahora sí transcurrían rápidamente. En esa confusión por saber qué hacer, se les pasó el tiempo.

            A las 09:30 horas varios periodistas, entre ellos algunos engreídos de la prensa nacional, ya esperaban en la banqueta la salida del comandante de la policía judicial federal.

            —Hay que llevar a estos cabrones a la casa de Sinaloa mil cuatrocientos veinticinco; ahí les damos el boletín. —dijo satisfecho Miguel Ángel al tiempo que reía en sus adentros por la brillante salida.


Pancho Sánchez, reportero del periódico La Extra llegó minutos después a las oficinas de la PGR, preguntando que si dónde sería la rueda de prensa, porque no veía a nadie.

—Se fueron para la casona donde detuvieron a los narcos. —le contestó un judicial que se había quedado en apoyo del médico.

            — ¿Y el profe Ricardo? preguntó el reportero— Le traigo desayuno.

            —Ahí está. —le contestó el federal.

            —Deme “chance” de entregarle esto, ¿sí?

            —Yo se lo doy. —le contestó en tono amable el federal.

            — ¡No! —Respondió inmediatamente Pancho—, así se me han perdido varias cosas. —le dijo riendo.

            — ¡Apúrate!, no vayan a darse cuenta los jefes; me dijeron que no dejara entrar a nadie.

            Okey, no se preocupe. —contestó el reportero.

            —Ya estás de vuelta. —insistió el federal.

            — ¡Quiubo! —saludó Pancho a su amigo Ricardo.

            El profesor no logró articular palabra alguna; la presencia del federal a un lado del reportero le impidió hablar. El efectivo volteó para la otra celda a un llamado de un reo. Ricardo aprovechó para, en voz baja, decirle a su conocido:

—Mataron a un compa, lo tienen en un refri, ahí atrás. —alcanzó a balbucear el nervioso profesor, que habría recibido amenazas de muerte, junto con los otros detenidos, si hablaban del muertito.

            — ¡Vámonos! —Pidió el reportero—, este güey no sé qué tiene. —dijo, para no meter en problemas a su amigo.

Un madrina llevó al periodista para la casa donde estaban reunidos sus jefes con los otros periodistas.

—Traes una cara de malandrín que no puedes con ella —le dijo Jesús Ignacio a Pancho Sánchez al verlo llegar—; pero, de todos modos, pásale, te estábamos esperando; nos hablaron de la oficina que venias para acá.

            Puta, qué mitoteros, ¿no?

Entraron a la casona que después serviría de residencia al comandante de la policía judicial federal Guillermo Robledo Serrano. El patio trasero parecía como si en él hubiera habido un festín de tuzas: huecos por aquí y por allá.

—Estos pozos —dijo Miguel Ángel— fueron utilizados por la gente de Pioquinto López Rodríguez para esconder la droga y las armas. —Los periodistas se miraban a los ojos, sentían que se estaban riendo de ellos, les pareció un insulto a la inteligencia. Los hoyos eran tan pequeños que la persona que los hizo debió escarbar con las manos.

            La intención real de los federales era desviar la atención de los comunicadores sociales para que no se enteraran de la muerte del jovencito. Más tarde, para completar su complicidad, los reporteros pasaron a las oficinas de la PGR donde, con la nota que publicarían en sus periódicos, recibirían un sobre con más dinero de lo acostumbrado. Entre los reporteros (porque no son ningunos tontos) se empezó a manejar que algo raro estaba pasando con los federales; pero con el dinero en las manos, se les olvidó cumplir con su obligación ante la sociedad. Le pusieron más atención a la nota de Martín Atondo Navarro.

Esa mañana, los familiares de Fernando se habían entrevistado con el policía de guardia, preguntándole cómo estaba.

—Está bien —les mintió—; sólo le duele la panza —luego agregó maliciosamente—: Dice el médico que le traigan unas pastillas para el dolor —Le vio a los ojos a Jesús Ignacio, que  pasaba por el lugar—. ¡Ah!, también necesita un cepillo y una pasta para los dientes. —el policía creyó que con esa respuesta estaba quedando bien con los desalmados jefes.

            Más tarde, en su reflexión, doña Chuy de la Toba presintió que el policía les había mentido, un extraño hormigueo en el vientre la obligó a preguntar entre los suyos el por qué no la dejaron entrar para ver a Fernando. Influyó en su hijo mayor para que moviera cielo y tierra para saber realmente qué pasaba con su hermano.

—Tiene desde el sábado —le recordó—, luego el domingo, lunes y hoy martes. Esto está muy raro.

Raúl Jordán de la Toba habló por teléfono al periódico La Extra, donde lo comunicaron con Francisco Sánchez Ojeda.

—Oiga —le dijo al reportero, que en esos momentos estaba tecleando sus notas—, hace tres días los federales detuvieron a mi hermano Fernando; pero no hemos sabido si lo consignaron. Hoy en la mañana no nos dejaron entrar a verlo. —informó como presagiando una desgracia.

            —Ponte abusado: en la madrugada mataron a un detenido. —contestó secamente el reportero, prometiéndole investigar de quién se trataba.

El sagaz reportero localizó telefónicamente al comandante de la policía judicial federal que ya se encontraba en una de las habitaciones del hotel El Moro con su nueva amante.

—Te espero en media hora en la oficina —le respondió malhumorado

            Miguel Ángel, al no poder seguir sosteniendo su mentira, habló con su hermano para que ordenara que dieran la noticia de la muerte a los familiares. Desde luego que el periódico La Extra se llevó la exclusiva.

Al mismo tiempo que Pancho Sánchez entrevistaba al protegido del subprocurador de la PGR, Javier Coello Trejo, los familiares del fallecido eran notificados en la banqueta de las oficinas sobre el deceso.

—Murió en el hospital a consecuencias de una peritonitis; seguramente el estar encerrado le provocó estreñimiento; eso es muy natural —les informó un federal disfrazado de médico— y, por ello le sobrevino la muerte —y agregó antes de retirarse, dejando incrédulos a los dolientes—: Lo tienen en el hospital Juan María de Salvatierra.

            Fue brutal, el golpe no pudo ser peor. Afligidos, fueron al nosocomio donde les dirían que Fernando «murió a pesar de la atención médica… No se pudo hacer nada, los mejores médicos lo atendieron pero, desgraciadamente, murió».  Raúl, Víctor, René, Nardo, Hugo, Cecilia y Ana Luisa Jordán de la Toba no podían creer lo que les estaban diciendo. Doña Jesús de la Toba y Procopio Jordán, unidos aún más por esa desgracia, lanzaron una plegaria de impotencia al cielo.

Esa noche, amigos y familiares, poco a poco empezaron a llegar a la funeraria donde se unieron al dolor de los Jordán de la Toba. Los dirigentes de los partidos políticos no desaprovecharon la oportunidad para mostrar el aparente desprecio por la impunidad de los Carrola.

            El entonces inspector de transporte de la dirección de gobierno, Jacinto Romero, empezó a mostrar su repudio por lo alevoso del asesinato. Se encontró con el periodista conocido como El Negro Silva, por las calles Nicolás Bravo y Marcelo Rubio, a quien le informó que el director de gobierno, Francisco Zatarain Bernal, les había ordenado a los directores de los periódicos, por instrucciones del gobernador, que no publicaran lo de la muerte, que se esperaran un día más.

            Otro día, siguiendo un plan muy bien elaborado, algunos dirigentes de los partidos políticos hacían un simulacro en las escalinatas del palacio de gobierno. Habían llevado a familiares cercanos de los Jordán de la Toba, donde descargaron su “inconformidad” por lo sumiso que se mostraba el gobernador y por la complicidad del secretario general de gobierno, Mario Vargas Aguiar.

Por la tarde, Jacinto se metió al bar El Íntimo donde exteriorizó su resentimiento por la indiferencia del pueblo ante un caso tan grave. Los parroquianos no le prestaron atención. Por esos disturbios emocionales que le caracterizan, empezó su catarsis en contra de la complicidad de los periodistas. «Si viviera don Pancho King —les dijo llamando, ahora sí, su atención— tomaría como suyo este crimen. Yo me voy a convertir en periodista para llenar el hueco que dejó el pionero de la radio y la televisión en el estado». A los minutos, el cantinero llamó a la policía para que sacaran a un borracho que estaba alebrestando a sus clientes.

            Mientras Jacinto era sacado del bar, en el velorio el ánimo de los dolientes estaba a punto de desbordarse; pero la oportuna intervención de los panistas y maoístas, que desde la noche anterior habían tomado el control de la situación, lograron apaciguar esos brotes de inconformidad.

Por lo regular, los dirigentes de los partidos políticos, sindicatos, colonias, etcétera, son utilizados por el gobernador en turno para encauzar las masas populares a lugares que convienen a sus intereses. Esos líderes son perfectos distractores que, después del evento, pasan a cobrar la factura pendiente a los gobiernos de los estados ya sea con boletos de avión o vacaciones pagadas a Cuba, Rusia o España, con toda la familia. El pueblo en general y los trabajadores en particular, por desconocimiento, se dejan guiar por esos que se autodenominan mártires de la democracia pero que realmente son más criminales que los policías golpeadores. Esos dirigentes políticos son torturadores sicológicos que les roban la fuerza cinética a los posibles hombres y mujeres triunfadores. Los convierten en mediocres que termina  sus vidas en changarros, bodegas o como líderes locos que nadie sigue.

            A las 09:00 horas del jueves 7 de diciembre, dolientes, amigos, curiosos, dirigentes de partidos políticos y acompañantes en el acto funeral querían ayudar a subir el ataúd a un tracto-camión que jalaba una cama baja, propiedad de uno de los dirigentes del Partido Acción Nacional. Decenas de personas, durante la noche, se habían tomado algunas botellas de tequila salidas de quién sabe dónde. Esa mañana estaban envalentonados.

— ¡Hay que colgar a los pinches Carrolas!  —gritó un amigo del muertito.

            — ¡Sht!, calmados. —exigió un familiar del caído.

            — ¡Vamos a la  PGR!  —insistió el beodo al que, durante la madrugada, un agente de gobernación había convencido que eso era lo mejor.

            —¡¡¡Sí, vamos!!! —corearon a su lado.

La intención de los dirigentes políticos era llevar el ataúd al palacio de gobierno; pero la multitud inducida los obligó a cambiar de planes. La calle Bravo parecía insuficiente para darles cabida a los más de mil jóvenes, hombres y mujeres que, enardecidos, exigían justicia. Atrás, cientos de carros manejados por los papás de estos, les cuidaban las espaldas. Al ir caminando tras el féretro, gritaban lo que se leía en las pancartas: “¡Mueran los Carrola!”, “¡Justicia!”, “¡Prepotentes!”, “¡Chacales!”, “¡Asesinos!”. Los líderes, de cuando en cuando, le agregaban: “¡Arbitrarios!”.

            La ciudadanía que no se había enterado del asesinato, al ver pasar el cortejo fúnebre, empezó a mostrar su indignación:

— ¡Liceaga es el culpable! —se atrevió a gritar un transeúnte.

            —¡¡¡Sí!!! —respondieron del grupo de seguidores que escucharon al desconocido.

Con su carga de dolor, el cortejo llegó hasta el malecón costero donde se le unieron una veintena de borrachines. El mar parecía triste, no reflejaba esa tranquilidad que lo caracteriza, esta vez parecía un mar gris, sin atractivo. Los turistas que estaban en el hotel Los Arcos se asustaron al ver el gentío. La comitiva siguió hasta la calle Márquez de León, donde dieron vuelta a su izquierda. Una docena de policías preventivos, disfrazados de paisanos, al ir llegando a las oficinas de la PGR, se infiltraron entre la gente que ya empezaba a gritar.

—¡¡¡Salgan, den la cara!!!

            — ¡A ver si ahora son tan hombrecitos! -- les gritó el Guayabo de la Toba, primo hermano del caído, a los federales que se asomaban por entre las persianas de los ventanales.

            —¡¡¡Asesinos!!! —gritaron al unísono sus acompañantes.

Los dirigentes panistas dejaron que la turba enardecida descargara su coraje para enseguida pasarle el altavoz a Juan Pablo López Yee:

Estamos aquí con la única arma que el pueblo conoce: la del derecho... —el neo-perredista siguió hablando en ese idioma maoísta que el gentío no entendía; pero, aun así, lo vitoreaban.

            De pronto, un desconocido le arrebató el aparato con el que alentó a la muchedumbre para que entraran a las oficinas por los federales asesinos. Como una ola humana se acercaron a la cerca metálica.

— ¡Cordón de seguridad! —Fue la orden del encargado de los preventivos.

            Un fotógrafo del periódico El Sudcaliforniano fue golpeado por El Guayabo, otro reportero quiso intervenir a favor de los federales pero fue alcanzado por un puntapié que salió de quien sabe dónde. Las puertas y ventanas de las oficinas de la PGR estaban cerradas.

— ¡Piedras! —Gritó otro desconocido—, ¡hay que abrir las puertas a pedradas! —Una veintena de piedras cayeron como ráfagas de bala sobre el inmueble; los vidrios al caer hicieron un ruido estrepitoso que asustó a los vecinos, haciendo que se escondieran bajo sus camas.

            En el interior de las oficinas, los federales y madrinas que se habían encerrado, pretendían abrir fuego contra la multitud; pero la oportuna intervención de Miguel Ángel los obligó a desistir de la idea.

— ¡No!, no hagan nada en contra de la gente. Ya El Mocho me dijo que tenía bajo control a los que encabezan esta manifestación.

— ¡Vamos al gobierno! —Como si estuvieran conectados, Pedro Macias de Lara invitaba al gentío—, vamos a exigirle al gobernador que se haga justicia.

            —¡¡¡Sí, vamos!!! —gritaron los paleros del diputado. Sin proponérselo siquiera, la muchedumbre siguió al panista que, inteligentemente, distrajo su atención.

De nueva cuenta, el tracto-camión trasladó el cuerpo del joven Fernando Jordán de la Toba seguido de la turba embrutecida por el dolor en unos y por el exceso de alcohol en otros. Sodomita Avilez, líder de los borrachines que vivían entre los pilares del muelle fiscal, iba feliz al lado de los desvelados que, de cuando en cuando, le daban un trago, que compartía con sus amigos El Jaimito y Loreto Amador.

            Una vez en las escalinatas del palacio de gobierno, los líderes políticos denostaron en contra de los federales al tiempo que exigían la presencia del gobernador.

—No está. —dijo un enviado de la dirección de gobierno.

            — ¡Que baje entonces el secretario general! —pidió Pedro Macías de Lara.

            —¡¡Sí, sí!! —gritaban los cansados seguidores sin saber, algunos, a quién se referían.

            La cruda y el desvelo aflorado por el cansancio y el sol que caía a plomo empezaban a hacer estragos en los organismos. Varios beodos se habían quedado en el camino, otros estaban dormitando en los carros.

            —¡¡Que salga!!, ¡¡que dé la cara ante el pueblo!! —exigían los amigos de la familia Jordán de la Toba sin saber que el gobernador Víctor Manuel Liceaga Ruibal andaba del brazo de una jovencita en Las Vegas, Nevada, a donde había acudido para, además de esconderse del pueblo, disfrutar del evento boxístico que presentaba Julio César Chávez.

Mario Vargas Aguiar, de acuerdo con los guías del cortejo fúnebre, acogió una comitiva en su alfombrado despacho donde los familiares recibieron la propuesta de que los responsables serían castigados conforme a la ley. Sutilmente les generó en sus mentes que serían los Carrola los que pagarían por esa muerte.

            Pascual Martínez Magallanes, ex-vigilante de una tienda departamental aprovechó la manifestación para acusar, en las escalinatas (mientras la comitiva se reunía con el secretario general de gobierno), a los agentes policíacos porque lo habían secuestrado por 72 horas. Lo que no dijo el inconforme es que días antes había sido sorprendido desnudo en el interior del internado para mujeres de la Escuela Normal Urbana Domingo Carballo Félix.

Una vez satisfecha, a medias, la petición de justicia, la comitiva siguió su camino, que los condujo al panteón de Los Sanjuanes donde, otra vez,  los dirigentes políticos hablaron:

Fernando Jordán de la Toba se fue donde ya no recibirá más torturas, donde lo espera la justicia divina, la que seguramente será un aliciente de esperanza para su familia…

¡Puta, qué bonito habla! -- dijo Sodomita Avilez, que ya asomaba signos de embriaguez. Nunca se imaginaron que las palabras del líder se convertirían en proféticas.

            Las pancartas que decían “PGR, aquí está tu obra”, “Justicia”, “Fuera del estado asesinos”, escritas por indicaciones de los narcopolíticos a través de los dirigentes panistas, empezaron a ser abandonadas sobre las tumbas vecinas. Luego vino el silencio, la noche, el olvido, la nada.

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